lunes, 26 de marzo de 2007

Perro come perro

Historia número 1: Los directores y guionistas audiovisuales aseguran que el cáncer del cine español son las televisiones, los críticos y las películas de Hollywood. Ellos no tienen la culpa de la crisis de público porque les sobra preparación y talento. El problema es de las cadenas de TV (que quieren controlar su arte) y también de los espectadores, que no entienden su afición a contar historias mínimas en vez de grandes historias, que es lo que hace el verdadero cine desde hace un siglo.

Así se confirmó en un Encuentro de Creadores Audiovisuales organizado por la Sociedad General de Autores (SGAE) e inaugurado en Córdoba por la ministra de Cultura. En ese foro de intelectuales, un famoso director exigió que no hubiera nadie del PP en la sala donde él iba a hablar. Entre otras cosas, dijo que el futuro del cine español era “una puta mierda”, expresión intelectual donde las haya. Poco después un conocido periodista que dice escribir novelas afirmó que los críticos eran unos analfabetos sin sustrato cultural. Para concluir, un guionista de moda dijo que había que obligar a Zapatero y a la Familia Real a que vieran películas españolas, aunque no aclaró si atados o con permiso para levantarse cuando tuvieran náuseas.

Todos consideraron imprescindible una ley urgente que defienda al cine español, pero no de ellos, sino de la competencia extranjera. En concreto, solicitaron “mecanismos de vigilancia“ para que las distribuidoras pongan más cine nacional y, de paso, otras medidas destinadas a la formación del público. En este caso tampoco concretaron, así que nos quedamos con la duda de si se referían a escuelas nocturnas para la reeducación de espectadores, ciclos de cine búlgaro de entre guerras o la simple asistencia a manifestaciones contra el Gobierno.

Historia número 2: El grupo PRISA confiesa un beneficio de 229 millones de euros en 2006. Es decir, unos 38.000 millones de pesetas rubias, ya fueran con el perfil de Franco o del Rey, detalle que importa poco a la hora de hacer caja. Esto supone un incremento del 50% con respecto al año anterior y comienza a parecerse mucho a los indecentes porcentajes de beneficios de los bancos españoles, los mismos que nos tienen agarrados por salva sea la parte con sus hipotecas a 40 años.

SOGEPAQ, la distribuidora cinematográfica de PRISA, vive ajena a la lluvia de millones que recibe cada año su matriz. Por eso intenta pagar 375 euros mensuales netos a los becarios, que suelen ser licenciados en Comunicación. Si esos jóvenes y tiernos profesionales quieren trabajar con ellos deben matricularse previamente en la universidad y ser de nuevo alumnos de algo. Así recibirán 3 euros a la hora sin derecho a Seguridad Social.

Historia número 3: Las mañanas en las ondas siguen incandescentes. Jiménez Losantos anuncia el fin del mundo cotidiano e insulta a los que no piensan como él, que van siendo multitud. En la SER reaccionan a la socialista y aumentan la presión con enredos a media voz que parecen verdades. Luís del Olmo repasa su debacle en las audiencias y decide insultar otra vez a Federico. A lo mejor así el de la COPE se apiada, le cita una o dos veces y Punto Radio consigue unos segundos de publicidad que echarse al micro. Esta lidia la sigue con interés Gabilondo, al que se le ve triste en su laberinto, mientras les observa con envidia y recuerda lo bien que se lo pasaba antes de que su jefe le mandara a presentar un ¿informativo? con una compañera que tiene apellido de cuartel de la Guardia Civil.

Así es el trato caníbal que se dan unos profesionales de la comunicación a otros. Perro come perro. Que siga el espectáculo.

Ignacio Uría Diario de Burgos 27 de febrero de 2007

Amor del bueno



En unas excavaciones arqueológicas en Italia han encontrado los restos de una pareja que vivió hace 6000 años. Si la noticia fuera esa no tendría la menor importancia, al fin y al cabo hay excavaciones por todo el mundo y casi siempre aparece algo. Sin embargo, lo singular de este caso es que los esqueletos descubiertos están abrazados y por eso la anécdota ha llegado hasta Oceanía. La aparición de la sepultura de los amantes, tan simbólica, da que hablar y también mucho que pensar. Por ejemplo, en los beneficiosos efectos de estar casado.

En EE.UU. llevan bastante tiempo estudiando las ventajas del matrimonio para la pareja y la sociedad. El informe más novedoso sobre este asunto es un sólido análisis (www.princetonprinciples.org) que cuenta con la colaboración de casi un centenar de profesores universitarios de Harvard, Princeton o Georgetown, entre otras.

Sus conclusiones han sido firmadas por juristas y sociólogos, por expertos en política pública y por economistas, por biólogos y médicos. Los hay cristianos y judíos y también agnósticos. Unos son hombres y otras mujeres, están casados, solteros o simplemente unidos. Lo que no son es idiotas. Por eso han evitado los argumentos religiosos, tentación de diablillo inexperto en la que no han caído. Lo suyo es un acercamiento a la experiencia humana, pero apoyada en pruebas empíricas de las ciencias sociales y biomédicas. De ahí nacen Diez principios que sintetizan el papel del matrimonio y la familia en la sociedad actual, aunque van más allá de la mera utilidad y aportan evidencias políticas y morales que avalan sus tesis.

El estudio concluye que la progresiva sustitución del matrimonio por otras formas de convivencia menos estable genera muchos problemas a la pareja, a los hijos y a la sociedad en general. La cohabitación, dicen, no implica el compromiso moral y legal del matrimonio y tampoco recibe el mismo respaldo de amigos y familiares. Además, se confirma que las parejas que “sólo” conviven no suelen estar de acuerdo en el estatus de su relación, observando un mayor compromiso en la mujer, que se convierte en la principal educadora de los hijos.

Para cambiar esta situación proponen varias cosas. Entre ellas, la protección legal del matrimonio como la unión de un hombre y una mujer, una realidad amenazada por cambios legislativos que equiparan “matrimonio” con otras uniones. Por ejemplo, las homosexuales, que no han experimentado el respaldo legal internacional previsto. Mas bien al contrario, ya que en los últimos meses varios países han establecido medidas jurídicas para reforzar las uniones heterosexuales.

Piden también los autores del informe una reforma legal del divorcio para que el contrato matrimonial tenga más protección que, por ejemplo, los contratos de alquiler y solicitan que el sistema fiscal favorezca más aún a las familias con hijos, ya que una familia numerosa crea un entorno óptimo para educar en valores como la solidaridad, la justicia o el amor.

La lectura de este informe te deja una sensación agridulce. Por una parte alegra descubrir que hay personas competentes que abordan con rigor cuestiones esenciales, pero duele comprobar que, a pesar de que el matrimonio es la única institución que respeta con plenitud tanto la naturaleza humana como las relaciones sociales, su mensaje es ignorado por los medios.
Yo me quedo con una sola idea: hay amor del bueno cuando un hombre y una mujer se unen para siempre. A los esqueletos italianos no tuvieron que explicárselo demasiado.

Publicado en Diario de Burgos 15 de febrero de 2007

Ennio y Óscar

Estaba escrito que Ennio y Óscar tenían que acabar por entenderse ya que lo suyo no fue un amor a primera vista.
Óscar es un tipo brillante, alto y calvo, quizá de pelo rubio en su juventud. Nació en Los Ángeles y siempre ha vivido en California, aunque tiene tantos amigos que conoce los cinco continentes. Su estilo es frío y algo estirado, sonríe poco –más bien nada–, pero todos lo que le conocen personalmente se deshacen en su presencia. Unos ríen nerviosos, otros lloran desconsolados y algunos no saben qué decir. Él, sin embargo, permanece siempre impasible, firme y callado, dejándose llevar de un lado a otro sin demostrar enfado ni interés.
Ennio es romano y usa gafas. Si uno lo mira con atención sólo descubre a un tipo discreto y bajito, alejado de la divertida exageración de los italianos. Ennio odia los aviones y ronda la madurez, aunque eso no le impide amar la música sobre todas las cosas y por una sola razón: “Me descubre emociones insospechadas. Eso basta para que le haya dedicado mi vida”.
A Óscar le encanta el cine, afición que todo el mundo conoce. No se pierde una película desde que tiene uso de razón y le importa poco si está filmada en Bombay o Nueva York, si viene con subtítulos o doblada al sueco. Le encantan las historias de superación a lo Rocky Balboa y se muere por las historias de amor. Sin embargo, también tiene sus manías, algunas incomprensibles. Por ejemplo, no le gustaba Cary Grant e ignoró a Richard Burton en sus buenos tiempos, amén de tener una lista larga de directores odiados, como podrían confirmar Hitchcock o Kubrick.
A Ennio le van más las aventuras épicas en plan Érase una vez en América o La misión. Disfrutó como un niño con esta historia de jesuitas en el borde del mundo, el imperio español y las pasiones indomables de hombres de honor como Rodrigo de Mendoza. Sin embargo, todavía hoy duda si su favorito es el mercenario convertido en misionero o el íntegro Eliot Ness al frente de sus Intocables en las calles de Chicago. No le culpo, yo tampoco sabría qué elegir.
Fue precisamente en el cine donde Óscar conoció a Ennio. O quizá fue al revés, ya lo han olvidado. Eso sí, están de acuerdo en que las peripecias de Totó en Cinema Paradiso deberían tener todos los premios del mundo y también que la escena del cementerio de El bueno, el feo y el malo –con sus silbidos y el arpa de boca dominándolo todo– merece un aplauso largo y universal. El mismo que darían al Padre Gabriel con su oboe perfecto en las reducciones del Paraguay.
Quizá por todo eso Óscar y Ennio han decidido unirse para siempre en una ceremonia a la que asistirán muchos amigos. Será dentro de una semana y podremos verla por televisión. Allí estará Ennio Morricone con sus partituras geniales bajo el brazo, dispuesto a recibir por primera vez a Óscar. Su Oscar. Un Oscar de honor de la Academia de Hollywood a una carrera elegante e irresistible como compositor de cine. Laus Deo.

Ignacio Uría 18 de febrero de 2007

El futbolín de Finisterre

Acostumbrados como estamos a noticias imposibles, nos cuesta aceptar que la vida de alguien las supere. Sin embargo, eso es lo que ocurre con la existencia de Alejandro Campos, alias Finisterre, un gallego discreto con una historia digna de ser contada.

Los que le quisieron dicen que Finisterre fue un caballero y que su vida estuvo volcada en el prójimo. Sólo así se entiende que inventara el futbolín, artefacto que se sacó de la manga durante la Guerra Civil mientras compartía heridas con otros rapaces mutilados. En esos días de letargo en el hospital de Montserrat, todos soñaban con el fútbol. El fútbol sobre todas las cosas. Eran los años de Lángara y Zamora, de Ciriaco y Quincoces, jugadores consagrados en el mundial del 34. Héroes en pantalones cortos a los que imitar, aunque eso no les gustara a los anarquistas y socialistas, que decían que el football era un invento burgués y extranjero que alejaba a la juventud de la lucha revolucionaria.

Sordo a las consignas, Finisterre se puso a cavilar una solución que hiciera felices a sus compañeros de tedio. Le dio vueltas. Muchas. Al fin y al cabo, también él estaba atado a una cama y esas condenas se llevan mal cuando tienes quince años. En el sanatorio había un carpintero vasco que les había fabricado una mesa de ping-pong y en ella mataban el tiempo sin tener que salir de la enfermería. Así que Finisterre le preguntó si podía construirles algo parecido, pero colocando unas barras con tacos de madera que hicieran de futbolistas y perforando dos agujeros para las porterías.

De ahí a la inmortalidad sólo había un paso, equivalente al que había dado para esquivar la bomba que le cayó encima durante el asedio de Madrid. Mal que bien salió del trance, pero, como otros muchos, tuvo que exiliarse. Cruzó los Pirineos a pie y, por el camino, perdió la patente que certificaba que era el padre del futbolín, ese remedio contra el hastío, escape vital para soñar con los aplausos de Chamartín o Les Corts. Un juego que sigue anclado en la memoria patria décadas después, irreductible y victorioso a las embestidas de la vida, presente incluso en el diccionario de la RAE.

A Alejandro Finisterre, coruñés correoso, sus amigos le recuerdan con un libro de León Felipe bajo el brazo, poeta del que fue editor en México y España. Antes de eso había tenido muchos oficios: peón de albañil, mozo de imprenta y también aprendiz de zapatero. Hasta fue bailarín de claqué en la compañía de Celia Gámez. Después vivió en varios países americanos e, incluso, promovió en 1974 un encuentro de intelectuales españoles, exiliados y no. Cuentan que allí se jugaron buenas partidas de futbolín de republicanos contra monárquicos, pero el resultado final es una incógnita. Nadie quiso nunca desvelar si al futbolín se jugaba mejor con la derecha o con la izquierda.

En el morral de Finisterre viaja ya para siempre la honra de ser el inventor del futbolín, un trasto que ha unido a los españoles, aunque sea para jugar. Para jugar al futbolín. El futbolín de Finisterre.

Ignacio Uría OSACA 4 de marzo de 2007

Un secreto romano


Es la reina de las fuentes de Roma, ya sean barrocas o no. En su carrera por la eternidad supera de largo a la sofisticada de los Cuatro Ríos de Piazza Navona, a la humilde de las Cuatro Fuentes en el Quirinal y a la casi perfecta del Tritón con sus delfines, que también son cuatro.

La fontana de Trevi es la más soñada, la más buscada, la más recordada por almas a la caza de mitos y belleza. Entre sus esculturas se esconde la mayor colección de deseos del mundo, aunque no sabría decir si detrás del enérgico Neptuno o más bien a los pies de sus caballos marinos. En ella se desbordó Anita Ekberg, sueca y salvaje mientras gozaba la dolce vita, y también esa inocencia con flequillo que fue Audrey Hepburn, ya para siempre de vacaciones en Roma con Gregory Peck del brazo, que se la llevó en blanco y negro a la fuente de Trevi para arrojar unas liras a sus aguas de mármol.

Lanzar una moneda al agua. Con ese sencillo ritual se compra el embrujo latino y Roma te hechiza para que vuelvas algún día. Importa poco si el conjuro tiene como fin caminar de nuevo entre palacios por la Vía del Babuino o esperar en las escaleras de la Plaza de España a que el sol se ponga. Lo esencial es el retorno, volver a Roma, descubrirla de nuevo para perderse en la decadencia del Trastévere o pasear por el Gianicolo y venerar a Bramante en su templete. Lo imponente es pasar la tarde en las terrazas del Panteón sin hacer nada mientras las vespas aturden a las piedras milenarias o cruzar de noche la plaza de San Pedro y descubrir que hay luz en la habitación del Papa.

Todo eso puede ocurrir de nuevo si se tira una moneda a la fontana de Trevi y ella, majestuosa, te deja volver a Roma. Porque si se arrojan dos el regalo cambia. Con dos monedas la fuente se desboca y concede un amor romanaccio, quizá arrebatador, quizá fugaz, un idilio inesperado que condense todas las pasiones de la Historia. Ahora bien, al temerario que lanza tres monedas las aguas solemnes de Trevi le atan para siempre a la Ciudad Eterna. Para lograrlo utiliza un lazo mitológico con forma de esposa, según la leyenda una esposa mediterránea y generosa, capaz de traer al mundo un puñado de hijos sin apenas despeinarse, una mujer para siempre. Eso sí, la fontana no admite quejas ni devoluciones y hay que conformarse con lo que ella concede.

Dentro de poco esas monedas seguirán siendo el precio de los sueños… y algo más. Desde este mes de abril todo el dinero que se recoja en la fuente servirá para surtir un supermercado gratuito destinado a 5.000 familias pobres del centro de Roma. El ayuntamiento apoya sin fisuras la idea porque se ha comprometido a luchar contra “las nuevas formas de pobreza” –que son las de siempre–. Eso sí, como el alcalde es un socialista a la italiana, entregará a Cáritas el dinero que se remansa en la fontana cada año: un millón de euros, moneda arriba, moneda abajo.
Ahora que se acerca la santa Semana Santa, la vieja Roma nos descubre uno de sus secretos sin pedir nada a cambio. En esta ocasión, que hay en sus calles una fuente que da de comer.

Ignacio Uría OSACA 1 de abril de 2007

Una lengua afilada

La Muerte llegó puntual a su cita. Es cierto que le había concedido unos meses de prórroga, pero al final Art Buchwald –uno de los grandes del periodismo estadounidense– también tenía sus días contados.

En el otoño de 2005 Buchwald decidió que había llegado su hora. Con 80 años y los riñones averiados pensó que, puestos a morirse, lo mejor era hacerlo a su manera. Entonces llamó a su hospital y renunció a las sesiones de diálisis que le mantenían vivo. Los médicos, viejos aficionados a equivocarse, le dieron tres semanas de vida, quizá cuatro. A él le pareció suficiente, así que citó a los amigos para despedirse y beber algo, preferiblemente ron. Junto a sus compadres aparecieron por su casa colegas, curiosos y también los inevitables políticos con un fotógrafo a la espalda. Todos desfilaron ante la leyenda para darle el último adiós. "Es como si estuviesen visitando Lourdes", ironizó, “aunque pensé que alguno venía a rematarme”.

Pasaron las visitas, las semanas y los meses, pero allí no se moría nadie. Así que el burlón Buchwald cambió de planes y se puso a escribir de nuevo. En ese último respiro redactó Too Soon to Say Goodbye (“Demasiado pronto para decir adiós”), una lúcida y divertida reflexión sobre la vejez y la muerte. Porque si algo definía al viejo columnista era una lengua afilada y llena de humor. De hecho, al presentar esas memorias, sentenció “Con este libro termina mi carrera. Lo único que deseo ahora es no morirme el mismo día que Fidel Castro”.

En su vida profesional Buchwald lo ganó casi todo, incluido el Pulitzer. Escribió unas 8.000 columnas y publicó más de treinta libros. Su estilo insolente tenía sus raíces en una infancia dura, época de orfanatos y familias de acogida, de estudios abandonados y trabajos misérrimos. Cansado de la rutina y sin futuro, se enroló en los Marines “para ver mundo”. Combatió en el Pacífico durante la II Guerra Mundial y trabajó como corresponsal en París, ciudad con la que mantuvo un idilio eterno (y previsible si eres neoyorquino). En la década de los 60 regresó a los EE.UU. y comenzó a diseccionar tres veces por semana la vida americana. Sus columnas en The Washington Post eran agudas y temidas, sobre todo por los políticos, así que pronto muchos diarios le ofrecieron sus páginas. Los lectores le querían y no había más que hablar.

En su última lección, Buchwald empleó una vez más la ironía. La ocurrencia final fue un vídeo póstumo que ha causado furor en internet. “Soy Art Buchwald y acabo de morir”, decía con una mirada pícara que saltaba por encima de sus gafas de pasta. Para algunos fue una despedida macabra. Para la mayoría refleja con precisión el genio de Buchwald, sobre todo cuando afirma que se ganó el cariño de sus semejantes a base de buen humor. “Si puede hacer reír a la gente, hágalo. El mundo mejora con cada sonrisa y usted también”.

Arthur Buchwald, que tuvo tiempo de organizar su propio funeral, esperaba reunirse en el más allá con Ava Gardner, Grace Kelly y Marilyn Monroe. Con semejantes bellezas esperándole entiendo mejor su última preocupación “Morir es fácil, lo realmente difícil es encontrar aparcamiento".