miércoles, 21 de mayo de 2008

Deliciosa Audrey

Me enamoré de ella en Roma, que es una ciudad perfecta para rendirse a una mujer. Todo estaba en blanco y negro y tenía ese aire decadente que sólo se respira en Italia, pero verla conducir una Vespa por las calles romanas terminó por conquistarme. Bien es verdad que llevaba detrás a un tipo elegante con mentón clásico, el bueno de Gregory Peck en plan periodista, pero no me importó ni un poco. Nada, para ser exactos. Si a ella le gustaba el varonil Peck yo no tenía nada que decir. Mi amor era (y es) platónico.

La esbelta y delicada Audrey Hepburn rondaba entonces los veintipocos y era insultantemente atractiva. Sonrisa ingenua, flequillo revoltoso y una mirada pícara irresistible. Una princesa de los pies a la cabeza, que era el papel que interpretaba con frescura en Vacaciones en Roma. Fue nuestro primer encuentro y eso no se olvida. Me la presentó un buen amigo llamado Javimata, que nos llevaba (y sigue haciéndolo) varios cuerpos de ventaja en el arte de vivir de la vida sin perder el norte. Todo un logro para un sevillano que sólo adquiere su verdadera dimensión en el sur. En el sur del sur debería decir.

Después vinieron otras películas memorables cuyo único interés era verla en primer plano. Para ello organizamos un pretencioso y muy universitario cine-forum donde analizar sus interpretaciones. ¡Qué idiotas! Si entonces hubiéramos leído a Wilde sabríamos que la belleza no necesita explicación y Audrey era “la” belleza. Sin adjetivos.

No negaré que en ciertos momentos me arrebataba la poderosa atracción caníbal de Ava Gardner en “Mogambo”, pero siempre asumí con humildad que aquella era demasiada mujer para un solo hombre, opinión compartida por Ava y Dominguín. Con Audrey la historia era distinta. Podía ser perfectamente una compañera de clase, o la mejor amiga de tu hermana, o… ¡qué sé yo! Con tal de tenerla cerca, como si era la conductora de la grúa municipal.

Poco después del flechazo romano llegaron Sabrina, My Fair Lady y, sobre todo, Desayuno con diamantes, que es una película redonda, mucho mejor que el libro de Capote. Al nervioso y ególatra autor no le hacía gracia que su historia recordara más a Audrey Hepburn que a él, pero… ¡Así es la vida, Truman!

En aquel Manhattan sofisticado e indolente de principios de los sesenta, Audrey sale de un taxi con su desayuno en una bolsa de papel de estraza. Camina sin pisar el suelo, etérea. Entonces se detiene ante el escaparate de Tiffany & Co. a contemplar las joyas. Viste un impecable traje de satén negro, petite robe noire, unos guantes laaaaaaargos que hubiesen podido ser los de Rita Hayworth en Gilda y un moño francés que hacía furor. ¿Los pendientes? Perlas, por supuesto. El escenario de tanta perfección está a la altura prevista: la Quinta Avenida neoyorquina. El Cielo, vamos.

Ahora cuentan los periódicos que, allá por Navidad, se va a subastar ese traje negro que diseñó Givenchy para la película. Dicen los que saben que su papel de la despreocupada Holly Golightly en Desayuno con diamantes forjó una imagen cinematográfica, un icono a la altura de Marilyn Monroe en La tentación vive arriba. Aseguran críticos y catedráticos que Audrey creó un estilo y simbolizó el encanto y el buen gusto, condenando para siempre la fría maldad de la vampiresa o el cálculo pélvico de la femme fatale.

Si ellos lo dicen habrá que creerlo. Yo, sin embargo, siempre la recordaré deliciosamente sentada en una escalera de incendios mientras canta Moon River y la vida pasa como un suspiro.

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