martes, 20 de mayo de 2008

A golpes con la vida

Me encanta la oscuridad. Me gusta el silencio. Y si puedo unir ambas pasiones, aunque sea pagando, no lo dudo ni un instante. Por eso no tengo reparos en ir al cine todas las semanas. Es mi variante laica del precepto dominical, que también cumplo sin complejos, solo o en compañía de otros. Es un furor que nos dejó en herencia mi padre, un hombre de espíritu grande y bolsillo pequeño. “Como no puedo viajar, voy al cine” me dijo en una ocasión a la puerta del Brisamar, sala de arte y ensayo en la que enamoró a mi madre, allá en el Gijón de los sesenta.

Así que cada vez que me asomo a una taquilla espero descubrir nuevos mundos, conocer a gentes diversas, vivir otras vidas. Por eso hace unos días salí reconciliado con el cine, satisfecho de poder viajar en el tiempo al módico precio de 5 euros. Esta vez de la mano de un Russell Crowe inmenso que se agiganta en las dos horas y media que dura Cinderella Man, una película dura, seca y directa a la mandíbula. Una historia de auge-caída-resurrección de las que no pasan de moda, con personajes esforzados, de esos que no cambian por muy salvaje que sea su tiempo. Una aventura épica en la que gente sencilla lucha contra la adversidad sin perder el norte. Un relato con la grandeza de las epopeyas griegas.

Está claro que estas historias no les gustan a los críticos. Por eso algunos dijeron que era moralizante y dulzona. Razón de más para ir a verla. Supongo que los firmantes de esa opinión jamás han cruzado guantes en un cuadrilátero ni se ha puesto detrás de una cámara. Son las paradojas de escribir con el culo a salvo en una silla mullida, cuando se sabe poco cine y nada de boxeo. Así es la vida.

Otra cosa sería que el protagonista, Jim Braddock, fuese un boxeador homosexual enamorado del árbitro, se vea o no correspondido en sus querencias. O un boxeador sonado del que hay que apiadarse con una eutanasia limpia y rápida como un gancho de izquierda. O un púgil que sufrió abusos sexuales en su parroquia cuando era monaguillo. Entonces sí. Entonces ¡gran película! ¡Denuncia valiente! ¡Obra maestra!

En nuestros días es un escándalo que un director de cine se gaste millones de dólares en contar la vida de un boxeador católico a golpes con la vida, un iluminado que permanece fiel a su esposa en medio de los pavorosos años de la Gran Depresión norteamericana. Un hombre que toca el cielo y que dos años más tarde mendiga para sobrevivir. Un tipo, en definitiva, que pierde, pero no se rinde. Pura provocación en 35 milímetros.

Por eso la historia de Braddock es imprescindible. Porque es la vida misma con su mejor cara. Sin glamour ni efectos especiales. La historia real de un inmigrante irlandés que pasó de pelear por el título mundial de los semipesados a descargar fardos en los muelles de Nueva York y de ahí a luchar de nuevo por la corona de los pesados. Un deportista que, tras saborear la gloria, se enroló en el Ejército (37 años, tres hijos pequeños y un ideal) para luchar por su patria en la II Guerra Mundial. Un héroe en un tiempo en el que despreciamos a los héroes, aunque nos ofrezcan unas lecciones de dignidad que alimentan más que los solomillos.

Porque para ser boxeador se necesita mucho coraje. No puedes huir, te golpean sin piedad y miles de personas aúllan por igual tus triunfos y tus caídas. Todo para que, al final, sufras la vergüenza del fracaso ante un adversario más joven y más rápido. Por eso se necesita mucha humildad para afrontar la derrota. O mucha miseria. Como las que tuvo Cinderella Man, que nunca se mudó de New Jersey. Ni en las duras ni en las maduras. Fiel a si mismo y a los suyos.

Jim Braddock, déjeme que se lo diga, no fue un gran boxeador. Fue una gran persona que boxeaba. Un hombre que combatió con enemigos tan poderosos como la pobreza y el hambre. Un caballero (Gentleman Jim fue su verdadero sobrenombre deportivo) comprometido con los que le ayudaron en los malos tiempos. Así que esta es una historia de sacrificio, integridad y redención. Una apología de la familia contada sin miedo. Una gran película. ¿Se la va a perder?

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