jueves, 25 de junio de 2009

Paradójica Lisboa

Lisboa no es capital de Portugal, es capital de las paradojas. De Portugal también, pero así es la vida: extravagante.

La contradicción lisboeta está en ser una ciudad mediterránea asomada al Atlántico, una urbe en la que su primavera es ya verano. También su cronista y poeta fue uno y muchos a la vez. Porque Pessoa se apellida Caeiro, Reis, Soares, todos heterónimos heterodoxos y todos pensados en inglés, lengua principal del principal autor portugués del siglo XX. Las perplejidades son así.

Algunas de las sinrazones de Lisboa son divertidas. La última la vi hace unos días al pasear por el parque de Eduardo VII y, desde las alturas, descubrir que el ejemplo máximo de hombre ilustrado, el despótico Marqués de Pombal, le da la espalda a los libros… a todos los libros que dormían la siesta en su feria anual, prima hermana de la que se celebra en Madrid, también en un retirado parque.

Lisboa una y diversa, es blanca y negra y china. En sus calles se confunden pobladores de las tierras de ultramar (Angola, Macao, Brasil) con aristócratas viejos y monárquicos, casi los mismos que vieron caer al rey en 1910.

Así que el aire que se respira es europeo, pero también criollo y colonial. Por eso la modernidad de Las Docas, en la ribera del Tajo, convive sin remordimientos con la miseria africana de los arrabales del castillo de San Jorge, muy cerca de la primera casa que tuvieron los jesuitas en el mundo. Ese regalo se lo hizo el rey Joao III, el mismo que reclamó a Francisco Javier para evangelizar en el oriente portugués.

Lisboa es vieja, viejísima. Casi tanto como Atenas y mucho que más que Roma, unos cuatro siglos. Lisboa la fundaron los fenicios y, tras ellos, todo el mundo asentó allí sus reales. Cartagineses, romanos, suevos, musulmanes, españoles y hasta ingleses bebedores de oporto. Todos amaron el inigualable paisaje del Tajo rindiéndose al Atlántico, el suave discurrir de las tardes alfacinhas viendo al sol, fugitivo, emigrar con rumbo americano.

Lisboa son las palmeras de piedra de Los Jerónimos y el acero del puente Vasco da Gama. También las naos que partían hacia la nada, que era todo: los nuevos mundos orientales, los reinos ignotos, las mujeres bellas y el oro, siempre el oro. Lisboa eran las especias de las Molucas y la seda china, los esclavos de Mozambique y el bacalao de Terranova, el tiempo detenido en la Torre de Belém y también los eléctricos, rojos o amarillos, siempre jadeantes, que se despiden a paso lento y, por eso mismo, humano.

Lisboa es, en fin, el llanto desgarrado del fado y la saudade manuelina que fluye con la sabiduría añeja del que ya no tiene nada por vivir. En todo ello se reconoce la ciudad, señora de los mares durante siglos, y hoy venerable anciana que intenta recuperar su esplendor, aunque sea por un momento, con las nuevas obras de arquitectos modernos.

Pero sobre todo Lisboa es, la paradoja, el contrasentido, la incongruencia del que quiere y no puede y vuelve a intentarlo hasta que la derrota, fiel compañera, se instala en el alma y ya todo importa poco. Más bien nada.

O quizá no. Quizá todo lo anterior sean lugares comunes. A lo mejor todo lo dicho son liberdades poéticas, otra manera de entender la existencia, un camino apasionado y diagonal en el que todo tiene su tiempo y su lugar.

Paradójica Lisboa con alma navegante.

1 comentario:

Isaías dijo...

Qué sabor. Lisboa, es verdad, huele a despedida...